Columna “La ciudad”.
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El barrio de hojalata.
Por Florencia Gaitán.
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Había una vez un barrio en el que no era grato vivir.
Los vecinos estaban siempre enojados, molestos.
La ciudadanía notaba que había algo allí que no estaba bien.
Las casas lindantes a la Comisaría de Coronel Suárez sufrían, porque sus calles parecían un desarmadero.
El barrio estaba superpoblado y sucio.
Autos accidentados o secuestrados por diferentes irregularidades pasaban los días y las noches estacionados allí.
Cada día llegaba un nuevo huésped a las inmediaciones, pero muy pocos se iban.
Y así, con el correr de los años, fueron formando una linda familia de chatarra, cuyo hogar se caracterizaba por el agua estancada en los cordones de la calle, condimentado por algunas hojas secas que nadaban en los charcos casi permanentes y la suciedad propia de la ciudad que se acumulaba en esa área imposible de limpiar.
Los vecinos se veían incapacitados para estacionar allí, además de no poder disfrutar de un pintoresco barrio, ya que este se veía opacado por el panorama que ofrecían esos automóviles destruidos, abandonados o a la espera de sus propietarios.
Ellos reclamaban, pedían mayor pulcritud, despejar el área, devolverle a la Plaza Mitre su imagen original.
Los conciudadanos se hacían eco de estos pedidos. Esos vehículos ahí también ocasionaban molestias a quienes transitan habitualmente la zona.
Pero un buen día (un muy buen día) los autos desaparecieron. No fue por arte de magia, pero de a poco, uno a uno, se mudaron a un lugar más apropiado.
Los hierros retorcidos, las manchas de aceite, los nylons que los cubrían y juntaban agua, además de volarse con el viento, los que esperaban por sus propietarios mientras juntaban tierra y hojas secas, todo ello…¡desapareció!
El barrio volvió a ser normal, limpio. Los vecinos recuperaron su espacio, sus calles.
Ya no tienen mala cara ni están molestos, o al menos no lo están por la presencia de estos “usurpadores”.
Qué decir de la plaza… Su imagen cambió por completo.
Y en cuanto a los autos, encontraron un nuevo hogar, más apropiado para ellos. Uno de los galpones ubicados en la estación de trenes de la ciudad fue designado a estos efectos.
En este lugar el agua no los alcanza y pueden esperar por sus dueños sin molestar a nadie.
Además, allí no están solos ni olvidados. Están acompañados por un Oficial que los cuida y por un montón de motos y ciclomotores que día a día llegan para sumarse al contingente.
De vez en cuando, algunos integrantes de la familia se despiden. Pero ¡que no decaiga! Otro estará llegando en su reemplazo, al menos mientras sigamos manejando de la manera en que lo hacemos.
Pero en fin, lo importante es que el barrio de hojalata ya no existe.
Y aunque debería haberse desecho de ese nombre hace mucho tiempo, más vale tarde que nunca.

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