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Carta del Santo Padre Benedicto XVI.
Mucho mayor que el pecado.

Habría mucho sobre que discutir al respecto de lo que llevó a Benedicto XVI a escribir la Carta a los católicos de Irlanda. Podríamos hacerlo partiendo de los hechos, de los números y de los datos – leídos correctamente – hablan de una realidad mucho menos imponente de lo que da a entender la feroz campaña lanzada por los medios de comunicación; o de las contradicciones de los que, en los mismos periódicos, acusan – con razón – ciertas cosas repugnantes, pero algunas páginas después justifican todo y a todos, especialmente en materia de sexo. Sería posible, y eso a la vez ayudaría a entender mejor el contexto de una Iglesia bajo ataque, independientemente de sus errores. Sólo que el gesto humilde y valiente del Papa llevó la cosa para otras alturas, al centro de la cuestión0.

Por supuesto, existe la herida. Y es gravísima. Del tipo que llevó a Cristo a decir aquellas palabras de fuego: "Quien escandalice a uno solo de estos pequeños que creen en Mi, sería mejor que le colgasen al cuello una piedra y lo precipitaran al abismo…".
Hay cosas torpes en la Iglesia. Esto fue reconocido, de modo claro y fuerte, por Joseph Ratzinger en la Vía Sacra hace cinco años, poco antes de convertirse en Papa y nunca dejó de recordar después, con realismo. Hay pecados, inclusive graves. Hay mal y el abismo de dolor, traído por el pecado. Y hay también la exigencia de hacer todo lo posible – incluso con dureza – para detener este mal y reparar este dolor. El Papa está haciendo, como prueba elocuente de su Carta, al recordar que los culpables tendrán que responder "delante de Dios omnipotente, como también delante de la justicia humana".
Más justamente por esas razones, el verdadero centro de la cuestión, el foco olvidado, está en otro lugar. ¿Junto con todos los límites y dentro de la humanidad herida de la Iglesia hay o no hay algo mayor que el pecado? ¿Radicalmente mayor que el pecado? ¿Hay algo que puede romper la medida inexorable de nuestro mal? Algo que, como escribe el Papa, "tiene el poder de perdonar hasta el más grave pecado y de sacar el bien inclusive del más terrible de los males"?.
Este es el punto: "Dios tiene compasión de nuestra nada", recordaba Don Giussani en una frase usada por CL en el póster de Pascua: "No sólo: Dios se conmovió con nuestra traición, con nuestra ruda pobreza, olvidadiza y traidora, con nuestra mezquindad. Es una compasión, una piedad, una pasión. Tuvo piedad de mi". Eso es lo que la Iglesia trae al mundo, no ciertamente por mérito, bravura o la coherencia de sus miembros: la compasión de Dios es por nuestra mezquindad. Algo mucho más grande que nuestros límites. La única cosa infinitamente mayor que nuestros límites. Si no partimos de allí, no comprenderemos nada. Todo se vuelve incomprensible, literalmente.
Nosotros procuramos esquivar esa compasión, tratando de escapar de ella. A veces es dentro de la propia Iglesia que reduce la fe a una ética y la moralidad a un imposible recurso solitario de las leyes, pareciera que sentir la necesidad de ese abrazo sea una cosa de la que deberíamos avergonzarnos. Pero si nos olvidamos de Cristo, si descartamos completamente la medida diferente que El introduce en el mundo ahora, a través de la Iglesia, no tendremos más los términos necesarios para entender y juzgar a la propia Iglesia.
Entonces, es fácil confundir la atención a las víctimas y su historia con el silencio cómplice y la prudencia en relación a los culpados (verdaderos o presumidos) – acusados, tal vez por voces sólo se levantaron décadas después - , con el deseo de crear “una cortina de humo” (lo que, a veces, evidentemente, ocurre de todos modos). Se torna casi inevitable hablar mal del celibato, sin mencionar siquiera el valor real de la virginidad. Y es imposible de entender por qué la Iglesia puede ser dura y, al mismo tiempo, materna con sus sacerdotes que se equivocan. Puede castigarlos con severidad y exigirles que pagar la pena y reparen el mal hecho (es lo que ella viene haciendo, no solo hoy, pues siempre los hizo), pero sin romper – siempre que sea posible – el vínculo de ligazón, por ser podrá redimirlos. Puede pedir a sus hijos "sean perfectos como vuestro padre es perfecto", no para exigir de ellos algo imposible, sino para despertar en ellos la tensión a vivir la misericordia con que Dios nos abraza (sean misericordiosos como es misericordioso el Padre que está en los cielos),
Es justamente por eso que la Iglesia puede educar. Que, en el fondo, es la verdadera cuestión puesta en discusión por los que están acusando ("vean incluso cómo hasta los padres se equivocan, y se equivocan feo! ¿Cómo podemos confiar a ellos nuestros hijos? "), como si el título de maestra de la Iglesia dependiese de la coherencia de sus hijos y no de Él. De Cristo. De la Presencia que – en medio de todos los errores y horrores cometidos – vuelve posible al mundo un abrazo como aquel del Hijo Prodigo retratado por Chagall en el mismo cartel de Pascua. Allí, junto con la frase de Giussani, hay otra, de Benedicto XVI: "En el fondo, convertirse a Cristo significa precisamente esto: salir de la ilusión de autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, la exigencia de su perdón y de su amistad". Es esto: el abrazo de Cristo dentro de nuestra humanidad herida e indigente y también para aquel mal que podamos cometer. Si la iglesia – con todos sus límites – no pudiese ofrecer eso al mundo, inclusive a las víctimas de esas atrocidades, entonces sí estaríamos perdidos. Porque el mal continuaría existiendo, pero sería imposible vencerlo.

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