Cuenta que un día llegó el Dr. Julio Lovecchio al salón para preguntar quién sabía escribir a máquina. La verdad es que la mayoría de los alumnos, pero fue la única que levantó la mano.
Así, al día siguiente, a contra turno, estaba cumpliendo labor de secretaria en el viejo Colegio Nacional. Luego fue tesorera, preceptora, estuvo a cargo de la fotocopiadora, entre otras labores. Casi sin quererlo la docencia se le fue metiendo en la sangre.
Mientras trabajaba en la institución educativa estudió el Profesorado, por eso dice que “el tiempo me demostró que había nacido para ser docente”.
Y la preparación de sus clases, la creatividad con la que disponía cada aprendizaje, las propuestas novedosas hacia los alumnos para conducirlos por el camino del conocimiento, determinaron que completara una comprometida carrera en la educación.
Sus alumnos se lo reconocieron entregándole un presente y dedicándole unas palabras donde quedó claro que van a extrañar su partida.
En su discurso de despedida recordó a los docentes que la precedieron en la tarea y le enseñaron, a su vez, cómo hacerla.
Dijo, entre otras cosas, que “me siento afortunada de haber ejercido la profesión. Me retiro con la tranquilidad del deber cumplido. Ya no nos vamos a ver en la escuela, pero sí en la vida”.