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El cortejo fúnebre se detuvo un instante en la estación de servicio Shell, frente al Mástil.
Su refugio de todas las horas, las felices y de las otras.

El sol se puso gris, las nubes que amenazaban desde temprano dejaron caer una ligera garúa sobre la ciudad.
Las palomas, que hasta el momento habían estado posadas en el Mástil de las Avenidas Sixto Rodríguez y Alsina, echaron a volar y produjeron un vuelo rasante sobre el cortejo fúnebre.
Para quien viera la escena, si tiene alma de poeta, podría pensar que los pájaros, no serían sus queridos colibríes pero eran aves al fin, le estaban haciendo una particular despedida a Julio César Lovecchio, en el mismo momento en que el cortejo se detuvo un momento al frente de la cafetería de la estación de servicio Shell, donde cada madrugada lo encontraba observando el movimiento de la ciudad que despertaba.
Los empleados de la empresa, los amigos y algunos conocidos se agruparon en esa esquina para despedir con un aplauso la partida final de un hombre muy particular, que cada vez que hablaba nos ponía de cara al interrogante de lo que es cordura y qué es locura en la sociedad de hoy.
Que invitaba a mirar la ciudad, a disfrutar de la vida, a cuidar los afectos, a detener la locura de las corridas diarias porque la vida se pasa y si no se la vive… no tiene sentido.
Ya no va a estar más su voz que por momentos sonaba muy parecida a la de su padre y que muchas veces, muchos días, dejó mensajes profundos en el contestador telefónico de la Radio.
Julio César Lovecchio debe estar ahora en otros mundos, en otras dimensiones, buscando llegar con su palabra para hacer pensar profundo sobre la vida, los hombres, las cosas.